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martes, 3 de septiembre de 2013

Denegación y límite

Denegación y límite
Cualquier  estudiante  de  psiquiatría  o  de  psicología  que  quiera  orientarse
por  el  DSM  IV  en  esta  omnipresente  y  a  la  vez  huidiza  patología, encontrará
diez distintos trastornos de la personalidad a los que hay que añadir para mayor
inri un undécimo llamado «trastorno de la personalidad no especificado», como
si los anteriores lo estuvieran. Ya, tal abundancia clasificatoria, con el añadido
además del inespecífico, nos indica las dificultades y la complejidad de la tarea
empezando por la tarea clasificatoria. Cuando uno lee de un tirón las diversas
características  que  se  utilizan  como  criterios  diferenciales, pronto  uno  ya  no
sabe de qué trastorno se trata, de tan parecidos y meramente acumulativos que
resultan. Está el trastorno paranoide de la personalidad (suspicacia) y el esqui-
zoide (emocional), pero también el esquizotípico (excéntrico), y luego viene el
antisocial y el propiamente límite (inestabilidad-impulsividad), a los que se aña-
den el histriónico (llamar la atención), el narcisista (necesidad de admiración),
el inhibido («trastornos de la personalidad por evitación»), el obsesivo-compul-
sivo y el dependiente.

No quiero detenerme en resaltar lo caótico, inespecífico y forzado de esta cla-
sificación, para la que todo es un trastorno y que cabría entender en referencia a
un ideal de normalidad enteramente ficticio (¿quién no se reconocería en esos ras-
gos, así, echados  a  voleo?), como  lo  es  el  mismo  término  de  «personalidad»,
comodín que puede servir para nombrar cualquier cosa del individuo y que sólo se
puede disculpar porque vino a cumplir en su momento una cierta función episté-
mica en la historia de la psicopatología que consistía en utilizar dicho término para
diferenciar estos trastornos de las dos estructuras clínicas definidas: la neurosis y
la psicosis. Pero ya se sabe lo que sucede con esos términos provisionales, que la
inercia tiende a mantenerlos. El término «personalidad» nunca fue bien definido y
se usó como comodín epistemológico abstracto y poco riguroso que lejos de ilu-
minar  lo  particular, lo  oscurece  y  confunde, desplazando  el  criterio  distributivo
hacia una concepción de la normalidad del todo inerte, no sólo ficticia, como digo,
por inexistente, sino inerte, un ideal de normalidad en el que no cabría la pasión,
ni el pánico, ni el desorden, ni el engreimiento, ni la dependencia, ni la rivalidad,
ni el sentido persecutorio (¡como si hubiera otro!), ni el odio ni la súplica. He aquí
entonces un ideal de normalidad que más bien parece el epitafio cursi y exagera-
do de un nicho mortuorio.

En la lección 31 de sus Neue Vorlesungen, Freud compara la psicopatología
con el cristal que se rompe según líneas precisas de fractura, quizás invisibles antes
de su rotura. Esa sería la estructura del cristal, esas grietas y esas líneas de fractura.
Así es, añade, la estructura de la llamada enfermedad mental o Geistkrankheit, la
cual de ninguna otra manera podría sernos conocida más que a partir de su fractu-
ra. No es mala idea esta de guiarse no por un ideal de normalidad sino por las ner-
vaduras de las quiebras y de las defensas que darían su particularidad estructural
al sujeto, cuyas líneas de fractura o grietas irían cristalizando desde el inicio, sien-
do constitutivas de la encarnadura del sujeto, de su concreción, y que sólo su rotu-
ra permitiría ver.

Por eso, la dificultad diagnóstica no se resuelve negando la existencia de
tales  trastornos  por  la  sencilla  razón  de  que  nos  topamos  una  y  otra  vez  con
ellos, y podríamos decir que cada vez más. Por lo cual, resulta que topamos con
un  tipo  de  «trastornos»  respecto  a  los  que  no  encontramos  unos  aquilatados
modos de inteligibilidad, no por un excesivo afán clasificatorio, o no sólo por
eso ni principalmente por eso, sino por ser fenómenos clínicos tan imprevisibles
o  tan  confusos  y  diversos  que  se  resisten  a  una  mentalidad  clasificatoria.  De
forma que estos trastornos, propiamente fenómenos, que se resisten a una clasi-
ficación basada en criterios o proposiciones universales, demuestran que la clí-
nica no se puede basar en tales principios universales, en la autonomía institu-
cional del concepto, aún cuando con ellos se pretenda dar cuenta de la realidad
singular, sino en fenómenos, en aquello que se muestra en su realidad diferen-
ciada a la mirada o a la intuición, interrogándonos. El fenómeno resiste en su
mostración a su pronta inteligibilidad, y aquello que se resiste a la inteligibili-
dad de una doctrina es siempre un terreno fértil para hacernos algunas pregun-
tas, quizás no previstas en el guión de la doctrina.

 

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